Por Alberto Bárcena | La visión mayoritaria en el Parlamento Europeo, según se desprende de sus últimas manifestaciones, nos lleva necesariamente a promover un ejercicio de discernimiento que, con carácter de urgencia, debe llevarse no solamente a la Cámara sino al debate público y mediático; a la ciudadanía en definitiva. Trata de imponerse, sin permitir el menor margen de decisión a individuos, organismos y cuerpos intermedios de las sociedades europeas, un pensamiento único, diseñado por un reducido número de lobbies, grupos de presión —políticos y económicos— con mucho más poder fáctico que capacidad de representar a la ciudadanía, a pesar de las presiones abrumadoras que desde hace décadas se ejercen sobre ella para conducirla en la dirección establecida por los promotores de tal pensamiento.
Esa ciudadanía, en la práctica, se ve, y se ha visto sometida a un verdadero lavado de cerebro, cuidadosamente preparado para vencer toda resistencia mental desde hace más de medio siglo, y a pesar del natural éxito obtenido por la tenacidad de quienes lo imponen, y gracias a los desmesurados recursos empleados, no han conseguido silenciar, como esperaban, toda disidencia en el conjunto de naciones, soberanas aún en gran medida, que forman la Unión Europea. Y es natural que así haya sido, ya que el programa a desarrollar es contrario a un atributo propio exclusivamente del ser humano, del que resulta difícil privarle por completo: la razón.
Por mucho que se cuide cada palabra del discurso oficial, se descubre que éste acaba siendo realmente burdo a poco que se profundice en los conceptos que defiende y en los principios que trata de socavar. Porque, en la práctica, y aunque se pretende estar defendiéndolos, se atacan radicalmente la equidad, el respeto a la dignidad humana y a los derechos de la persona.
La equidad desaparece cuando se penaliza al disidente sin que haya cometido otra transgresión que la de pretender la defensa del conjunto de creencias, tradiciones y derechos, hasta no hace tantos años reconocidos como tales, y propios de su identidad nacional, ya que la han configurado. No reconocidos como lo que realmente son: derechos humanos, vigentes y protegidos permanentemente por los distintos gobiernos, del signo que fueran, que se han ido sucediendo en cada país, desde el final —por poner una fecha— de la Segunda Guerra Mundial, en las democracias occidentales, donde funcionaban una serie de consensos mínimos, frecuentemente mejorables, pero que permitieron garantizar libertades individuales que hoy ya no parecen dignas de protección.
Con el fin de llevar a cabo esa revolución totalitaria, relativamente silenciosa, y disfrazada de tolerancia, fueron estableciéndose, sin el beneplácito de los gobernados, una serie de «nuevos derechos» diseñados por organismos internacionales, fuertemente intervenidos por esos grupos de presión que forman la verdadera gobernanza mundial. Y por más que se presenten como derechos, legitimados exclusivamente por acuerdos naturalmente variables, que obedecen consignas de «expertos», organizaciones no gubernamentales, e instituciones públicas y privadas al servicio de esa revolución silenciosa, vulneran gravemente la «dignidad» humana que dicen defender, violando, de manera especialmente grave, la plataforma de cualquier declaración de derechos auténticos; ni nuevos ni antiguos, sino simplemente inmutables: el derecho a la vida de seres humanos indefensos, cuya supervivencia depende exclusivamente de decisiones tomadas por terceros.
Así han creando una nueva clase de esclavitud: un ser humano parece ser considerado como una propiedad de otro que puede permitirle vivir o decidir su muerte impunemente.
Con idénticos criterios se niegan los derechos de la familia; concretamente el de educar a sus hijos en sus propios valores, o incluso se considera la posibilidad de suspender la patria potestad a favor del Estado.
Detrás de esos nuevos «derechos» se ocultan las estructuras que pueden conducir a Europa a una verdadera tiranía, que rompería — ha empezado ya a hacerlo — con una tradición multisecular que ha producido la civilización más libre, desarrollada y progresista (en el verdadero sentido de la palabra), con todos sus fallos y culpas, que la humanidad ha conocido. De continuar en esta deriva, el Estado de derecho tiende a desaparecer a favor de minorías, detentadoras absolutas de todos los poderes.
Alberto Bárcena es doctor en Historia Contemporánea y profesor del Instituto de Humanidades Ángel Ayala de la Universidad CEU San Pablo, en España.